Loterías del Estado. El impuesto de los pobres (II)

No se me pasa que poco más que vengo a descubrir la luna, pero para cerrar mi ciclo de colaboración con la temática navideña creo que el clásico premio de navidad es un buen concepto al que darle un par de vueltas en relación con lo adecuado o no de apostar en este tipo de eventos. Además escribo esto de resaca, que no ha sido cuestión de desdeñar la celebración del solsticio de invierno, por mucho que ahora lo llamemos navidad, pues teniendo más de 3000 años a sus espaldas igual los antropólogos se mosquean si no participamos. El caso, que jugar a las loterías del Estado es poco más que participar en la recaudación de un impuesto.

A nadie se le escapa que Loterías y Apuestas del Estado es una empresa estatal que gana dinero (de las pocas que quedan), por lo que, como cualquier Casino o local de juego, necesita ingresar más de lo que reparte. La comunidad de rankia nos ofrece un análisis con papeles en los que poder sostener ese axioma: las perspectivas más optimistas establecen que la esperanza matemática de este juego es del 0,7. Es decir, si la totalidad de los jugadores apostasen una cantidad de 100 euros, se recuperaría de media sólo 70 (eso si, recordar que es una media brutalmente distorsionada por la disparidad con la que se reparten los premios). 

Con esta forma de ver los datos podríamos deducir que en realidad el Estado a través de las loterías lo que hace es cobrar un impuesto de 100 euros a los contribuyentes, con la ventaja fiscal de que les devuelve 70 euros de media pasado un plazo. 

Añadiendo más información, la probabilidad de obtener el premio gordo se sitúa en un 0,001%. Desde una perspectiva matemática lo más recomendable es no jugar. ¿Por qué?

Supongamos que estamos apostando a que sale un número concreto de un dado de diez caras, lo que hace que acertemos aproximadamente cada diez tiradas. Si las apuestas valieran un euro tendríamos tres opciones:

• Que el premio sea de 10 euros. En ésta situación apostar es indiferente, ya que la estadística dice que si apostamos diez veces obtendríamos una ganancia de diez euros, con lo que podríamos pagar exactamente el coste de la apuesta. No perdemos ni ganamos.

• Que el premio sea superior a 10 euros (pongamos 15). En ésta situación apostar es la mejor opción. Cada diez apuestas que nos costaría 10 euros, la estadística dice que ganaríamos una, recibiendo 15 euros, lo que nos permitiría volver a repetir el proceso conservando 5 euros de beneficio cada vez que juguemos hasta que nos toque.

• Que el premio sea inferior a 10 euros (pongamos 5). Aquí la matemática es clara: no juegues. La estadística nos dice que necesitaremos 10 euros para ganar un premio de 5, por lo que en cada ciclo de apuestas hasta el premio estaríamos perdiendo cinco euros.

Es fácil entender por qué todo negocio de apuestas sitúa el margen de sus juegos para que se encuentren en la última opción. Un análisis racional siempre dirá que es mejor no participar en los mismos.

¿Entonces por qué la gente juega? Es de suponer que el juego da otros beneficios de los meramente monetarios. Esos 30 euros que se pierden de media por cada apuesta de 100 se puede considerar que se intercambian dos sentimientos: la esperanza y la integración social. No nos importa pagar por algo que nos permite fantasear con un futuro mejor; la reflexión es cojonudamente simple: si no tienes ninguna manera de que tu vida mejore por otros medios, juega de vez en cuando, que total no vas a salir de pobre. El segundo bien está relacionado con la presión social: el riesgo de que el premio le toque a nuestros conocidos nos impulsa a jugar; así, se pierda o se gane, se hará dentro de un grupo social al que deseamos pertenecer.

Monsieur le Tupé.