Como todo en esta vida, al final volvemos, "vivir es ver volver", que decía el Azorín más filosófico. Por muchas horas que se tire cantando ante el juez, Bárcenas volverá esa misma noche al trullo. Por muchos millones que se gasten, sabemos que el Madrid no tiene nada que hacer ante equipos como el Levante, Real Murcia o Logroñés. Por muchos debates a los que asista Paco Marhuenda, sabemos que La Razón no verá resentida su gran calidad y objetividad periodística. Y por mucho verano que hayan estado ausentes los miembros de Mente Enjambre, por muchas mutilaciones que hayan sufrido sus sobreexplotados redactores, sabemos que acabarán volviendo dispuestos a machacar las retinas de sus queridos lectores, one more time.
Y en esas estamos que en este inicio de temporada, qué mejor manera de volver a empezar que hablando de las guerras, la objetividad, y los puntos de vista de quien nos muestra un conflicto en el que se está pasando por la posta al personal. Como ejemplo utilizaremos a Japón, ese país que en los años de la Segunda Guerra Mundial estaba tan fanatizado, un país que llegó a dominar el Pacífico a base de conquista pura y dura, para lo cual hablaremos de dos películas imprescindibles para quien quiera darle un repaso a la Japón Imperial de los años 30 y la Segunda Guerra Mundial. Quien las conozca le recomiendo que les vuelva a echar un vistazo, y quien no y le interese un poco cómo pensaban y actuaban estos peculiares individuos siervos de Hirohito, tiene una obligada visión pendiente. Una es Ciudad de vida y muerte, y la otra Cartas desde Iwo Jima.
Localización de la isla Iwo Jima. |
Pero como venía diciendo, Eastwood nos muestra los soldados de ese Imperio de la locura, el japonés, que mediante la publicidad totalitaria conseguía hacer creer a sus valientes y orgullosos siervos que los americanos venían a violar a sus mujeres y comerse a sus hijos en caso de vencer, algo impensable, pues el yanqui es cobarde por naturaleza, decían. Así, tenemos a unos cuantos personajes en los que se nos incide especialmente, sobre todo el que será comandante en jefe de todas las operaciones para la defensa de Iwo Jima, el general Kuribayashi, un fiel servidor de su país que pasó varios años viviendo en los Estados Unidos, conociendo sus costumbres y, por supuesto, respetando a su enemigo. Es un hombre que sabe lo que hay, y que por supuesto el enemigo de Japón no está formado por una turba de cobardes y devoradores de infantes, sino todo lo contrario, él bien sabe que su país lo va a tener crudo para vencer, ya no defendiendo la isla, sino su suerte en la guerra. Además, este personaje choca bastante con el sentido del honor que tienen los japoneses, es decir, el vencer o morir inherente a su cultura, lo que le costará más de una insubordinación sobre los que manda, ya que las tácticas que propone no son nada convencionales, y un poco retorcidas y cobardes para quien el honor lo es todo.
Pero donde más apreciamos el horror de esta batalla y la tozudez nipona es a través de los ojos de un joven soldado, Saigo, un chico normal con mujer y un zagal en camino, que de repente es llamado a filas, o mejor dicho, "honrado con prestar servicio militar a su país". Las escenas que se centran en él son las más duras y viscerales: el muchacho, que tiene más de dos dedos de frente, no se limita al vencer o morir y rechaza el suicidio colectivo cuando la cosa se pone difícil. Otros personajes como un teniente que vivía en Hollywood y un joven que formaba parte de la policía militar japonesa, ayudan a conformar el abanico sobre este fresco acerca de una de las batallas más sangrientas de la Historia, en el que asistimos a un conflicto bélico, pero más que a través de los disparos y la metralla, a través de las emociones humanas, de los sentimientos de personas que por avatares del destino han tenido que tragar con lo que están sufriendo, y eso es impagable. Un relato magistral sobre las guerras y sobre el ocaso de los imperios.
Hasta aquí vemos que los japoneses son unos honorables soldados, obviamente lobotomizados por un régimen que los fanatiza día a día, suicidándose al perder contra el enemigo al no poder soportar la deshonra de la derrota. Sin embargo, una impresión bastante contraria nos llevamos al ver la película Ciudad de vida y muerte, que narra la Masacre de Nankín acontecida entre finales de 1937 y principios de 1938, dentro del marco de la Segunda Guerra Chino-Japonesa, y poco antes de la Segunda Guerra Mundial, mientras Japón extendía sus tentáculos imperiales por todo el Pacífico. Para resumir, Japón invadió Shangai, donde la resistencia china fue tenaz y causó un gran número de bajas inesperadas entre las filas niponas, hecho que desencadenó la ira del gigante. Inmediatamente después de ésto (agosto del 38) el Emperador japonés aprobó una ley que inhabilitaba la condición de prisionero de guerra sobre los chinos, es decir, que por dicha ley no tenían que hacerse cargo de ellos y por tanto podrían masacrarlos como a conejos. Con este precedente no es de extrañar que cuando los japoneses llegaron a Nankin, la capital china, desatasen un infierno terrenal en forma de genocidio. Como pretexto de que cualquier civil varón podría ser un soldado chino disfrazado, los invasores mandaron al otro barrio a tanta gente que todavía hoy discuten chinos y japoneses a cuánto ascienden las matanzas.
La película nos cuenta cada suceso, desde la llegada de los japos a Nankín, la huida del ejército chino dejando la ciudad bastante a merced del pillaje, hasta las horribles matanzas, todo ello con imágenes muy duras, no aptas para sensibleros, y con un blanco y negro que si bien podría pensarse que es un tanto gafapastoso, le da la atmósfera sucia, desangelada y desesperada que requiere la historia que nos están contando. Una vez se nos ha contado con visión documental la desgracia que ha caído sobre los chinos, se nos muestra un atisbo de esperanza, la conocida como Zona de Seguridad, un lugar en el que no se vivió (al principio) el horror reinante en la ciudad, gracias al empresario nazi John Rabe, que en la actualidad es conocido como el Schindler de Nankín por salvar a miles de chinos de caer en manos japonesas.
Al igual que sucede en Cartas desde Iwo Jima, se nos acerca este duro relato a través de varios personajes y, lo cual es sorprendente, también a través de un par de personajes japoneses. ¡Y uno de ellos no es el diablo! Sorprendente porque cuando uno se encuentra una película sobre un genocidio y ha sido rodada en su país de origen, obviamente se tiende a pensar en el panfleto gubernamental puro y duro, como puede ocurrir por ejemplo con la olvidable Las flores de la guerra. Sin embargo en Ciudad de vida y muerte se nos aproxima al horror que se está viviendo, tanto por parte de los inocentes que lo sufren como de los malnacidos que lo ejecutan, algunos de ellos con cargo de conciencia por ser partícipes de la barbaridad que están ejerciendo. Obviamente, esta película fue prohibida por el gobierno chino, porque en el ejército japonés que realizó la matanza sólo tienen cabida los súbditos de Belcebú, ninguno de ellos podía simplemente pertenecer al género humano y dejarse llevar por las órdenes que les dan sus superiores.
Es curioso, por tanto, ver las dos películas, y decir, joder cómo cambian las cosas en función de quién las cuenta, pero no por ello está manipulado lo que vemos, pues yo creo que aquí de maniqueísmo hay poco, y me explico: en Ciudad de vida y muerte los japoneses atacan China, consideran a los chinos seres inferiores, o por lo menos, no iguales a ellos, y están ocupando una gran ciudad, tratando con civiles. Aquí vemos el horror de la guerra cuando los civiles se ven inmiscuidos y sin protección alguna, vemos al ser humano convertirse en monstruo. Sin embargo, en Cartas desde Iwo Jima vemos a la Japón ya en decadencia al fracasar sus planes, la Japón que está defendiendo su tierra palmo a palmo, persona a persona, su Imperio, o por lo menos, el sueño que fue, no por nada en especial, sino por lo menos ser recordados con honor por cumplir su deber, aunque acaben muertos. Es decir, el japonés malo es el invasor, y el menos malo el que se defiende. Pero no hay buenos por ningún lado, sólo muertos.
Hasta aquí vemos que los japoneses son unos honorables soldados, obviamente lobotomizados por un régimen que los fanatiza día a día, suicidándose al perder contra el enemigo al no poder soportar la deshonra de la derrota. Sin embargo, una impresión bastante contraria nos llevamos al ver la película Ciudad de vida y muerte, que narra la Masacre de Nankín acontecida entre finales de 1937 y principios de 1938, dentro del marco de la Segunda Guerra Chino-Japonesa, y poco antes de la Segunda Guerra Mundial, mientras Japón extendía sus tentáculos imperiales por todo el Pacífico. Para resumir, Japón invadió Shangai, donde la resistencia china fue tenaz y causó un gran número de bajas inesperadas entre las filas niponas, hecho que desencadenó la ira del gigante. Inmediatamente después de ésto (agosto del 38) el Emperador japonés aprobó una ley que inhabilitaba la condición de prisionero de guerra sobre los chinos, es decir, que por dicha ley no tenían que hacerse cargo de ellos y por tanto podrían masacrarlos como a conejos. Con este precedente no es de extrañar que cuando los japoneses llegaron a Nankin, la capital china, desatasen un infierno terrenal en forma de genocidio. Como pretexto de que cualquier civil varón podría ser un soldado chino disfrazado, los invasores mandaron al otro barrio a tanta gente que todavía hoy discuten chinos y japoneses a cuánto ascienden las matanzas.
La película nos cuenta cada suceso, desde la llegada de los japos a Nankín, la huida del ejército chino dejando la ciudad bastante a merced del pillaje, hasta las horribles matanzas, todo ello con imágenes muy duras, no aptas para sensibleros, y con un blanco y negro que si bien podría pensarse que es un tanto gafapastoso, le da la atmósfera sucia, desangelada y desesperada que requiere la historia que nos están contando. Una vez se nos ha contado con visión documental la desgracia que ha caído sobre los chinos, se nos muestra un atisbo de esperanza, la conocida como Zona de Seguridad, un lugar en el que no se vivió (al principio) el horror reinante en la ciudad, gracias al empresario nazi John Rabe, que en la actualidad es conocido como el Schindler de Nankín por salvar a miles de chinos de caer en manos japonesas.
Al igual que sucede en Cartas desde Iwo Jima, se nos acerca este duro relato a través de varios personajes y, lo cual es sorprendente, también a través de un par de personajes japoneses. ¡Y uno de ellos no es el diablo! Sorprendente porque cuando uno se encuentra una película sobre un genocidio y ha sido rodada en su país de origen, obviamente se tiende a pensar en el panfleto gubernamental puro y duro, como puede ocurrir por ejemplo con la olvidable Las flores de la guerra. Sin embargo en Ciudad de vida y muerte se nos aproxima al horror que se está viviendo, tanto por parte de los inocentes que lo sufren como de los malnacidos que lo ejecutan, algunos de ellos con cargo de conciencia por ser partícipes de la barbaridad que están ejerciendo. Obviamente, esta película fue prohibida por el gobierno chino, porque en el ejército japonés que realizó la matanza sólo tienen cabida los súbditos de Belcebú, ninguno de ellos podía simplemente pertenecer al género humano y dejarse llevar por las órdenes que les dan sus superiores.
Es curioso, por tanto, ver las dos películas, y decir, joder cómo cambian las cosas en función de quién las cuenta, pero no por ello está manipulado lo que vemos, pues yo creo que aquí de maniqueísmo hay poco, y me explico: en Ciudad de vida y muerte los japoneses atacan China, consideran a los chinos seres inferiores, o por lo menos, no iguales a ellos, y están ocupando una gran ciudad, tratando con civiles. Aquí vemos el horror de la guerra cuando los civiles se ven inmiscuidos y sin protección alguna, vemos al ser humano convertirse en monstruo. Sin embargo, en Cartas desde Iwo Jima vemos a la Japón ya en decadencia al fracasar sus planes, la Japón que está defendiendo su tierra palmo a palmo, persona a persona, su Imperio, o por lo menos, el sueño que fue, no por nada en especial, sino por lo menos ser recordados con honor por cumplir su deber, aunque acaben muertos. Es decir, el japonés malo es el invasor, y el menos malo el que se defiende. Pero no hay buenos por ningún lado, sólo muertos.
Buenas reseñas, as usual ;)
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