[Crítica Musical]
Por Javier Arnedo
Los conciertos en la capital del
Segura se amontonan. Aunque los jóvenes se empeñen en justificar sus ebrios
estados por Tuenti, no tienen más excusa que la estupidez, que ya es mucha. La
oferta cultural es tan grande que no damos abasto ni para verla ni para pagarla.
Y aunque el rock alternativo haya dado un golpe de estado y la mayor parte de
las salas se acojan al nuevo mandamiento del pitillo, podemos encontrar
conciertos que no se hacen en la sala Revolver y que no incluyen consumición
obligatoria ni voluntaria. Y con este panorama la sorpresa fue que desde
Polonia vinieron tres polacos. ¡Inverosímil! Pues vaya que sí. Tres judíos venidos
de Cracovia, que no al revés ni en tren. Cabezas cubiertas, como marca la ley. Judíos
profanos, que si algún día tuvieron la posibilidad de ir al cielo por la
similitud de su música con la del credo hebreo, se esfumó por el mestizaje
musical que les caracteriza. Viola al hombro, acordeón sobre el pernal derecho,
palo en la izquierda y arco en la derecha. Ellos son Kroke.
Este trío que cuenta con diversos músicos en sus composiciones de estudio, hace unos años decidió prescindir en sus conciertos de esos componentes que poco a poco se fueron adheriendo al proyecto y enriqueciéndolo. Imaginaos la típica orquesta, las secciones de vientos, de cuerdas y percusiones; o bien la formación clásica de un grupo rock. Todo es predecible, sabes donde mirar y el conjunto prima sobre el individualismo. Ahora imaginaos un trío. Una música sobria que brilla por aptitudes particulares y que te imbuye cuando suenan todos juntos. La solemnidad frente a la voluptuosidad, es un cambio de paradigma que está experimentando la música como bien podemos ver en el minimalismo. Esto es lo que ha favorecido a Kroke, pues ha sido una vuelta a sus raíces a pesar de gozar del caché que da la consagración de un estilo.
A los invitados incrédulos que
asistimos a estar bar mitzvá tardío nos faltó saliva que tragar con la apertura
del concierto. Ignoro la intención, pero fue el mayor ejercicio de música
absoluta que he tenido el placer de escuchar en directo. Por 10 minutos toda la
tecnología que trata de hacerte salir de la butaca del cine pareció burda, digna
de la hoguera. Sobrevolar poderoso los Altos del Golán, sentir las
briznas de tierra en las dunas del Néguev, ser víctima del simún y vivir para admirar
la majestuosidad, el desafío y la
venganza del Hermón nevado. Todo eso salió de la flauta mágica que Tomasz Kukurba (violista) le robó a
Mozart. Y cuando sus compañeros reforzaron la escena, cambió dos veces de
instrumento; primero para coger su viola y segundo, sin soltarla transformarla
en una auténtica guitarra eléctrica. Ni Pavarotti pudo ser elogiado con igual
ovación nada más comenzar un concierto.
El klezmer ha encontrado en este
trío la horma de su zapato. Una oscuridad anodina tinta lo que ha sido el
estilo más frenético y vivaz de la música hebrea. Tomasz Lato (contrabajo) sabe muy bien qué es tener la
responsabilidad de marcar el jazz en la métrica del klezmer. No es solo la
pose, es el devenir, el jazz in, el jazz out con esa viola dibujando rizos bajo
kipás. Estos tíos han inventado el Jaww, una obra culmen del mestizaje en la
música moderna con la que también coquetean y que sin embargo abandonan de vez
en cuando para volver al clásico.
Y qué decir de Jerzy Bawol (acordeón). Es el músico
que toda banda querría tener. Lleva el sosiego como arma, crea los ambientes,
rellena las bases, calma las subidas, acompaña los berridos de un Kukurba que
iba para tenor y además argumenta las bajadas. Es el acordeonista del que no te
enamorarás nunca porque no sabrás ni que existe, y aun así te acostarás soñando con él.
Jazz judío, nada más que decir.
De lo más pedante va a quedar esto, pero si Time parece una buena canción, no se que tiene que en directo ganó tanto que hasta me parece un sacrilegio escucharla desde mi casa y no en un auditorio viendo a judíos que quieren nuestro dinero.
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