Por Almaciguero Mayor
La tragedia ha vuelto a golpear el mundo del cine. Si por junio del año pasado falleció en su amada Italia James Gandolfini, que pasará a la historia por haber interpretado a Tony Soprano, ahora se nos va Philip Seymour Hoffman, un señor rubio, gordito y de estatura media cuya pérdida se antoja irremplazable, era uno de los mejores actores del mundo para muchos, y a mi parecer, el mejor. Fue encontrado el pasado domingo 2 de febrero en su casa con una jeringuilla clavada en el brazo. No hay que ser un lince atando cabos para llegar a la conclusión de que murió por sobredosis, la maldición de las drogas, que a no pocos artistas se ha cepillado.
Según contaba él mismo, recién graduado pasó durante cierto tiempo de fiesta en fiesta y se metió de todo, pero a los 22 años se acojonó, le entró la consciencia de morir, lo que le llevó a una clínica de desintoxicación que le quitó todos los vicios de por vida. Hasta el año pasado, que volvió a reengancharse a lo bestia a la heroína concretamente, y comentó a sus amigos: "Si no paro, moriré". Hay algunos que ven en esta actitud de estar asomado al abismo a un idiota con pretensiones suicidas. Yo siempre veré a un genio acorralado por la vida, como los mejores personajes que interpretó.
Porque el talento que tenía este hombre era increíble, digno de los mejores de siempre. Su facilidad por hacer que te fijaras en él y sólo en él en cualquiera de sus películas, compartiese plano con quien fuera, dando auténticas lecciones, te hacía quedarte con la boca abierta. Un ejemplo es las escenas que hacía con el mejor Edward Norton que yo he visto, en La última noche de Spike Lee, donde Hoffman es un profesor de instituto que flirtea con una menor, hace que a ratos se te olvide la tragedia que está viviendo Edward Norton, que en unas horas irá a la cárcel.
La descomunal habilidad interpretativa de este hombre siempre fue acompañada de inteligencia e instinto a la hora de elegir papeles, siempre fiel a sus principios, pues aunque trabajó en Misión Imposible III y Los Juegos del Hambre, su filmografía siempre fue enfocada al cine independiente americano, prestándose a que pequeños proyectos que le interesaban tiraran hacia adelante con su presencia, aparte de trabajar con unos cuantos de los mejores directores norteamericanos como Anthony Minghella, los hermanos Coen, Sidney Lumet, George Clooney o Paul Thomas Anderson.
El enfermero de gran corazón que intenta reconciliar a un padre terminal con su hijo perdido de Magnolia, el reverendo que disfruta como nadie de las mieles de la vida de Cold Mountain, el enfermo sexual encerrado en sí mismo de Happiness, el sacerdote de dudosa moral que se enfrenta a la poderosa Meryl Streep en La duda, el cínico asesor político de Los idus de marzo, el genial Truman Capote de Capote, el fundador de la Iglesia de la Cienciología (aunque con otro nombre) que tiene ante sí el reto de captar un indómito nuevo miembro en The Master, el codicioso, drogadicto y acorralado Andy de Antes que el diablo sepa que has muerto. Este será el Philip Seymour Hoffman inmortal, al que siempre podremos visitar una y otra vez, el que más de una vez nos hizo pagar lo que valía su película sólo por verle a él, aunque la película nos diese igual. Se va uno de los pocos miembros que nos quedan de esa raza. Descanse en paz.
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