Por Almaciguero Mayor.
En 1966, uno de los mitos del cine mudo, y del cine en general, Buster Keaton, falleció. Acabó su vida justo al contrario que su exitosa carrera en los años mozos, jodido de dinero y de amistades. Porque este mágico creador de historias y formas, amén de un señor que proveía sonrisas y carcajadas al ávido espectador, fue un individuo endiabladamente divertido y vitalista. Pero fue llegar el cine sonoro y a diferencia de su colega Chaplin, que mantuvo parte de su frescura con los nuevos avances, para él supuso el ocaso de una vida, el abandono, el horror. La gente dejó de quererle, el mundo dejó de reírle las gracias. Pero el día que la muerte vino a visitarle, cuentan que quienes le rodeaban dijeron: "es curioso que todos los que se van a morir tienen los pies fríos" y él, agonizando antes de cerrar los ojos para siempre, comentó: "sí, todos menos Juana de Arco". No sé si será cierto, o una fantasía más acerca de Keaton, pero no se me ocurre mejor final para un genio de ese calibre. Igual que Lubitsch, que murió fornicando con una prostituta. O John Ford, que en sus últimos meses, ya con cáncer, acudió a la llamada de su colega George Cukor para reunirse con, entre otros, Billy Wilder, Luis Buñuel, Alfred Hitchcock, gente así. El acontecimiento quedó reflejado en la foto que pongo arriba, en la que hay un hueco para un John Ford que, convaleciente, se tuvo que marchar antes de tiempo, a lo que Luis Buñuel repuso: "Este se nos va ". O sea, el fin de otro genio estaba siendo anunciado a gritos.
Refiriéndome a esta gente, los auténticos genios, los que no sólo son capaces de
contar magnéticamente las mejores historias, sean escritas por ellos
o por otros, dándonos a los confiados espectadores la seguridad de
que viendo una película, nuestro tiempo, sagrado él, no sea tirado
a la basura (que gustase, más o menos, pero que gustase), sino que,
muchas veces, donde más se estrujan el cerebro, donde su estado de
gracia es más palpable es, precisamente, dándole el toque de gracia
a sus criaturas. Echar el telón a la función más genial, poner el
broche de oro, rematar la faena cinematográfica es un arte en sí.
Cuántas veces habrá sentido el buen cinéfilo , viendo una de sus
películas favoritas, o descubriéndola, en su más pura esencia, es
decir, en la pantalla grande, con la sala a oscuras, en versión
original y con subtítulos en caso de requerirlos, sienta como
aquello se va acabando, cómo el final se acerca, y tras él toca
volver a la triste realidad. Por eso las mejores películas suelen
tener finales inmejorables, de esos que te quitan el hipo, que te
dejan con una sonrisa de tonto, que te emocionan. Sus responsables
saben mejor que nadie lo que necesitan sus creaciones, y por
supuesto, que el espectador, cuando se clausure la fiesta, no se
sienta estafado, sino agradecido.
Es aquí donde el gran cine se diferencia de las series de televisión, primeramente, porque si uno piensa en la cantidad de horas que utiliza una serie en llevar las tramas, es bastante comprensible, pero sobre todo muy fácil, que el negocio se vaya de las manos a los que tienen que cerrarlo. Terminar una serie satisfactoriamente para todos los espectadores, es algo casi imposible. Otro aspecto frecuente es que una película depende exclusivamente de la pasta que te quiera dar la productora y de la promoción que se le otorgue. Luego ya los espectadores decidimos si hay que gastarse o no el dinero en verla, pero una vez se pone en el mercado ahí se queda. Con una serie es bastante diferente, ya que si en sus primeros capítulos la audiencia no respalda el proyecto, la cadena que la emite la puede cancelar casi inmediatamente, lo cual si nos atenemos al mejor cine que se ha hecho en televisión, o sea el de la HBO, no suele ocurrir, porque es una cadena de pago que trabaja de espaldas al público, hechp que se ha convertido para muchos de nosotros en religión. Sigue el lema que decía David Simon cuando parió The Wire: "que se joda el espectador medio". No obstante, el dolor que provoca rememorar los finales de Carnivale, Deadwood o Roma, canceladas por la falta de audiencia y los grandes presupuestos que manejaban , fastidia mucho. Pero a la vez hay que agradecer a esta gente que nos hayan ofrecido los mejores westerns, peplums y cine de terror de los últimos años.
En cualquier caso, afrontar un final, como en la vida, no tiene por qué ser algo malo ni mucho menos definitivo. Es muy doloroso que acabe una serie, y más si lo hace como tú no quieres que acabe, porque tu recién adquirida orfandad no encontrará padres adoptivos que merezcan la pena. O eso nos pensamos siempre. Lo normal es que existan cosas como mínimo tan buenas como lo que acabamos de ver, y en caso xontrario, lo bueno que tiene lo audiovisual, igual que la música, la pintura, los libros, es que puede que sus autores mueran, pero sus obras son inmortales, podemos recurrir a ellas siempre que nos plazca, y los finales serán una parte más, porque sin muerte no hay vida, sin final no hay principio. Rememorar las películas o series que más me han impresionado, que me han dejado una huella imborrable y me acompañarán siempre, es como rememorar la esencia de las mismas y todo lo que conllevan.
Hablando de los autores que refería al principio, auténticos maestros, en el caso de John Ford, de sus películas icónicas el final más comentado y alabado por la crítica de siempre es el de Centauros del desierto, el lirismo de esa puerta que se cierra y que al principio de la película se abría. Es de una maestría que sobrecoge, pero su autor siempre pasó de las alabanzas de los críticos: "Solo son puertas abriéndose y cerrándose, no sé lo que dice esta gente" (esto no es literal, pero imagino a este señor pronunciar tales palabras). A la hora de contar finales (y cine en general), creo que no conozco a mejor artista de los diálogos que Billy Wilder, señor que tiene un puñado de películas perfectas, y tres que tienen un cierre incomparable, único en su especie. Son El crepúsculo de los dioses, Con faldas y a lo loco y El apartamento. Quien no las haya visto, no sé que a está esperando. Ver estas películas en un cine, a ser posible en sesión continua, tiene que ser algo cercano a esa idea tan etérea que llaman felicidad.
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