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viernes, 18 de abril de 2014

¿Memoria histórica? No, gracias

Por Almaciguero Mayor.


Según los Evangelios, Jesús le dijo proféticamente al apóstol Pedro que antes de que cantase el gallo, tres veces le negaría, a lo que este respondió incrédulo que eso nunca pasaría. Efectivamente sí pasó, y del mismo modo, ha ocurrido con el mundo del cine documental, que hasta tres veces se nos ha negado el estreno de películas a los que no vivimos en las grandes urbes que son Madrid y Barcelona. Está claro que los que se dedican a esto, o sea, los exhibidores, buscan programar en sus cines las películas que más conecten con el gran público, con las que sepan que vayan a hacer taquillazo para nutrir sus necesitados bolsillos y poder admirar con el símbolo del dólar (o del euro) en los ojos a los drogadictos devoradores de palomitas o de refrescos que se dejan la pasta para satisfacer sus ansias de molestar al espectador vecino.

Es por eso que algunas películas, que no tienen por qué ser mejores, están condenadas a pases marginales en horas intempestivas para el sufrido cinéfilo, o en otros casos, como en el nos ocupa, directamente nos tendremos que conformar con la larga espera a que las saquen en deuvedé, salvo que practiquemos un éxodo a tierras madrileñas o catalanas. O, por qué no decirlo, ejercer de corsarios de la cultura y piratearlas, porque no queda otra. Miento, en algunos náufragos casos igual podemos contar con la vana esperanza de que la filmoteca local adquiera la película por su interés, pudiendo con ello permitir a la plebe su visionado con un cierto retraso de su estreno en las salas. Pero este tipo de iniciativas admirables sólo te da la certeza de que agarrarse a los clavos ardiendo no es bueno para calmar el ánimo del espíritu.

El aclamadísimo documental titulado The act of killing que recientemente recibió el Oscar a mejor documental, y que cuenta desde el punto de vista de los ejecutores las terribles matanzas de comunistas (en estos casos presunción y culpabilidad van de la mano) que acontecieron en los 60 en Indonesia. La imagen perdida, nominado al Oscar a mejor película extranjera, habla del horror que supone estar esclavizado por el régimen comunista de Camboya en los 70, de cómo esos bárbaros que en nombre de la revolución se cobraron las vidas que les vino en gana asolaron una nación. En El último de los injustos, el realizador Claud Lanzsmann recopila una serie de entrevistas al que fuera último presidente del Consejo Judío del campo de concentración de Theresienstadt, aquel lugar que se tomó como el mejor ejemplo de que un gueto ideal en la Alemania nazi era posible. Fue presentado en el festival de Cannes.

Dos películas con presencia en los Oscar y una con la firma de Lanzsmann no son cosas tan marcianas como para sacarlas de su hábitat natural, la sala oscura. Pero igual en la España que nos ha tocado vivir, documentos que hablan de temas tan espinosos como la memoria histórica no interesa, por lo menos, darles publicidad, aunque sean de otros países y hablen de genocidios. Rebuscar en la Historia para conocer mejor nuestro pasado siempre ha interesado a unos o a otros para defender sus causas, porque en la España de hoy (y la de ayer) siempre estamos enfrentados. Progres fachas, no hay término medio. Aquí si perteneces al primer grupo, tienes que pensar que la República fue la democracia idílica, la Arcadia, en la que las revoluciones mineras, la ocupación de Casas Viejas y el tiro a la barriga o los asesinatos por la calle nunca ocurrieron. Si eres de los segundos, que ahora se llaman a sí mismos liberales, tienes que abogar por la Constitución, la unidad de España y la democracia, de la que eres un acérrimo defensor. Pero en tu mente retorcida tienes que pensar que la República nunca fue democrática, sólo un golpismo encubierto, y defender a Franco de los que digan que era un dictador. Tienes que pensar como Mayor Oreja, que con el caudillo se vivió muy plácidamente y que no hay que condenar en ningún caso el franquismo.

Así somos en España, por supuesto defendiendo tus argumentos con el arma fundamental que es gritar más fuerte que el de enfrente, porque así llevas razón. Tenemos un tremendo problema de asimilar nuestro pasado, motor imprescindible para mirar al futuro, y las viejas rencillas y heridas nunca se van a subsanar. Porque por mucho que los del PP se empeñen en decir que lo de la memoria histórica son ideas demoníacas zapateriles y que de la Guerra Civil no hay que hablar más, es cuanto menos inpresentable que esta gente defienda estas ideas cuando hay todavía sin encontrar, enterrados en cualquier cuneta, los huesos de 130.000 personas. Somos los segundos en esta triste liga, tras Camboya, lo que dice muy poco a favor de nuestro país. Y si uno escucha a Rafael Hernando, portavoz adjunto en el Congreso del PP decir lindezas como "hay más de uno que se ha acordado de su padre o de su madre para coger la subvención", refiriéndose a todo esto, a uno le dan ganas de apropiarse los versos de Leo Ferré: "soy de otro país que el vuestro".

En este discurso uno no puede evitar acordarse de las víctimas de ETA, a las que diversos grupos políticos han abrazado como si fueran sus hijos, para que les lloren en el hombro, utilizándolas incluso como armas arrojadizas, manteniendo viva la llama de su dolor, por meros intereses políticos. Fue lamentable ver a la plana mayor del Partido Popular encabezando la manifestación a favor de la doctrina Parot, protestando porque los tribunales europeos la hubieran derogado, donde se dijeron memeces como que los socialistas eran malvados por no estar con las víctimas, en contra de Europa. Qué héroe trágico y abanderado de las causas perdidas que es el tal Rajoy, pidiendo que vuelva una doctrina claramente contraria a la Constitución que tanto defiende. Para unas víctimas tanto, para otras, las que sólo piden poder localizar los huesos de sus seres queridos, nada. Y la gran masa de millones de españoles sigue depositando el voto para los demagogos que dicen habernos sacado del hoyo. Da pavor.

Fernández-Díaz y Gallardón con las representantes de la AVT

jueves, 10 de abril de 2014

Cuando la droga espabiló a China (las guerras del Opio)

Por Almaciguero Mayor.


En la película El hombre que pudo reinar, de John Huston, Sean Connery y Michael Caine, dos camaradas que se dedican a contrabandear todo tipo de artilugios en la India decimonónica, deciden firmar un contrato para afrontar la aventura de sus vidas: no podrán tocar mujer ni probar gota de alcohol hasta que lleguen al reino de Kifiristán (en la actual Afganistán) y consigan hacerse los reyes del lugar. Esta visión del mundo por descubrir y conquistar es la que hizo de los ingleses una potencia colonial envidiable para el resto de países que pugnaban por el mundo, pero también contrasta con los métodos que tenían de arruinar y llenarse consecuentemente los bolsillos a costa del contribuyente de los territorios que asimilaban.

El ejemplo más claro de todo esto es la India, el país exótico por excelencia, y cómo los ingleses llegaron a controlarlo. Sin ánimo de recitar la Biblia en verso, básicamente los ingleses consiguieron dominar a los impresionables hindúes con todos sus atuendos occidentales, armas de fuego y tazas de té, lo que sirvió para que los británicos les metiesen en créditos inasumibles para sus raquíticos bolsillos y dejar el país a su merced. Por supuesto, fue de la India de donde surgió la demanda de té tan famosa que hace que nadie se imagine a un lord inglés sin monóculo y la bolsita correspondiente, mientras lee las memorias de Churchil. Así que el asunto se convirtió en algo así como un intercambio muy desfavorable, en el que los británicos adquirían té a precio de risa, y vendían sus artilugios a precio de Swarovski.

Esta demanda de té crecía constantemente y de una manera inasumible para ser satisfecha, por lo que la pérfida Albión decidió hincarle el diente al vecino más inmediato de la India, el todopoderoso gigante asiático, China. En el siglo XIX, los chinos tenían una cultura milenaria, que no había avanzado mucho en el tiempo, o por lo menos no tanto como la occidental, que a diferencia de los chinos, por sus ansias de conquistar al vecino había desarrollado un potencial militar que estos no tenían. Sin embargo, sí que eran muy conscientes de lo que les interesaba, o sea, el poderoso caballero, cosa que los británicos no tuvieron en cuenta, los subestimaron.

Porque las prácticas que hicieron con los hindúes, es decir, comprarles té y venderles para compensar el gasto baratijas occidentales que maravillaban a las culturas consideradas inferiores, no funcionaron: sólo pudieron comprarles té. Como no se podía asumir este gasto tan continuado en el tiempo sin recibir ingresos a cambio, y no podían retirarse de la compra de té, pues era muy demandado en todo el mundo lo que podría llevar fácilmente a una caída de la economía británica, decidieron inventarse una pequeña trampa que les ayudase en sus propósitos, que no fue ni más ni menos que introducir opio a través de los puertos chinos.

Esta potente droga, de la que los británicos controlaban innumerables plantaciones de sus colonias, podía hacer a Reino Unido revertir la situación, puesto que los chinos no se dejarían impresionar por trajes de gala y demás pedanterías inglesas, pero la droga es la droga, y las suculentas ganancias que pueden ir para todo aquel que quiera un trozo del pastel son demasiado irresistibles, incluso para gente tan formal como los chinos. Así, a través del puerto de Cantón empezaron a llegar barcos repletos de opio que inundaron de droga las calles de China, con el consentimiento y previo pago de las autoridades que debían impedir el desastre. Como respuesta, el gobierno chino exigió la inmediata retirada de la droga a los británicos, demanda que fue escuchada con oídos sordos, por lo que el Emperador chino decidió actuar nombrando a Lin Hse Tsu, uno de sus más fieles y preparados súbitos, como gobernador de Cantón. Lin empezó a dar quebraderos de cabeza a los británicos y los proveedores confiscando los barcos y tirando las mercancías que portaban.

Estamos en el año 1839 y la droga lleva casi 30 años entrando a China. La presencia del férreo Lin hacía ver que las tensiones que se fueron generando por el dinero que empezaron a no ganar los británicos, se viera acrecentada cuando el superintendente del comercio local, Charles Elliott, decidió en un acto de buena fe ayudar a Lin a combatir el tráfico de drogas. El problema fue que este hombre asumió que el Gobierno al que representaba estaba a favor de estas políticas cuando era mentira, y como buen Quijote se comprometió a que Inglaterra pagaría a todos los traficantes el dinero perdido cuando les fueran arrebatadas las mercancías por Lin, cosa que desde Londres no se pensó ni en broma. ¿Pagar para conseguir paz en un territorio que estás saqueando? Jamás.

Así, los comerciantes de droga que vieron como su dinero pasaba a no existir, se pusieron hechos unos basiliscos y pronunciando blasfemias en pseudoescocés, empezaron a saquear diversos establecimientos locales, luchando por sus derechos narcos. Ante esto, los chinos organizaron un bloqueo naval con su flota, lo que marcó el inicio del conflicto. Era el comienzo de la Primera Guerra del Opio. Si anteriormente los chinos habían rechazado los enseres sofisticados que les ofrecían los británicos, con un espíritu muy poco impresionable y sí pragmático, ahora iban a sentir miedo y fascinación por el poder destructivo de los bárbaros occidentales. Los barcos chinos eran juncos, con artillería muy precaria que ni siquiera tenía soportes en condiciones que les permitiera apuntar, por lo que el desastre era algo palpable: 15 barcos mercantes británicos con unos cuantos cañones por banda preparados para la ocasión permitieron desmantelar el débil bloqueo naval y que los soldados británicos conquistaran Shangai. Ésto propició la firma del Tratado de Nanking en 1842, que otorgó al Reino Unido la soberanía de Hong Kong, la apertura de algunos puertos chinos al comercio exterior, y una cuantiosa suma en concepto de indemnización por las molestias de la guerra.

En la siguiente década, ambos bandos, descontentos con los términos del tratado, siguieron a lo suyo: los británicos reclamando más tierras y apertura por su clara superioridad militar, y los chinos negándose y saboteando el tráfico de opio como buenamente podían. En 1856 la situación se volvió nuevamente insostenible, cuando la guardia costera china tomó un barco pirata según ellos, un barco inglés y legítimo según los occidentales. Tras la negativa a liberar a los prisioneros por parte de los chinos, los británicos, esta vez coaligados con los franceses, lanzaron una ofensiva naval y por tierra sobre Cantón que finalizó con la capitulación de la ciudad. En 1860 un ejército de 10000 chinos y mongoles fue aniquilado en Palikao, dejando vía libre a las ansias saqueadoras de los europeos, que tenían a tiro de piedra Pekín. No entraron en la mítica ciudad, pero sí que saquearon el Palacio de Verano y varios símbolos del esplendor chino, lo que precipitó nuevamente la firma de un tratado de paz, esta vez más desfavorable todavía para China, con el objetivo de por lo menos evitar la destrucción de su nación.

Además de nuevas indemnizaciones, el tratado incluía la apertura de nuevos puertos, la sangrante y deshonrosa legalización del comercio del opio y el permiso de emigración de mano de obra a los Estados Unidos, es decir, un cuasi tráfico de esclavos que tuvieron el inmenso honor de participar en las explotaciones mineras y construcción del mastodóntico ferrocarril de la creciente nación de las barras y estrellas. Este tremendo batacazo que se llevó China llevó a plantear que, además de que los bárbaros eran unos malnacidos más poderosos que ellos, el país necesitaba modernizarse urgentemente. Por mero instinto de supervivencia. De lo contrario, media China acabaría trabajando en los Estados Unidos como mano de obra precaria, aunque a algunos les fuera mejor, como al inolvidable Wu de esa obra maestra llamada Deadwood, que se dedica a introducir opio en el pueblo y a echar los cadáveres que deban desaparecer a los cerdos. Pero el signo de los tiempos nos está demostrando que más bien los chinos han aprendido estos últimos dos siglos, y nos van a dejar con el culo al aire. Y si no, al tiempo. Esos cerdos son demasiado premonitorios.


Referencias:
- China y la guerra del Opio, por Roberto Celaya Figueroa, Dina Ivonne Valdez y Beatriz Ochoa Silva.
- Las guerras del Opio. Cuando el gigante chino despertó de su letargo, por E.J. Rodríguez, de JotDown Contemporary Culture Magazine, número 3.

miércoles, 26 de marzo de 2014

Bombardeemos con Biblias a esos malditos comunistas

Por Almaciguero Mayor.


Históricamente la religión ha sido uno de los pilares fundamentales desde que el hombre dejó de pensar en comerse a sus semejantes y pasó a cultivar garbanzos para sobrevivir, y si podía, privar de ellos para matar de hambre al semejante en vez de comérselo como antaño, práctica mucho más divertida si cabe. Pero dejémonos de barbaridades del homo sapiens de Atapuerca y centrémonos en lo que nos toca: la religión siempre tuvo una capacidad de movilizar a las masas que a muchos políticos de turno o futbolistas del Betis ya les gustaría, en el mundo occidental nos tocó sufrir el cristianismo hasta que llegaron unos desaprensivos herejes encabezados por Lutero que tuvieron la desfachatez de no pagar el tributo al santo padre, al heredero de Pedro, el representante de Dios en la Tierra, para que éste construyese la basílica de San Pedro a su gusto, digo, al de Dios. Previamente la Iglesia ya estaba dividida en dos, la Occidental y la Oriental, igual que el Imperio Romano. O sea, que al final teníamos tres bandos (que luego Calvino mediante serían unos cuantos más) de los que lo único que saca uno en claro es que la que profesa el Rey de España es la única y verdadera. O no.

Pero hubo una fecha en la que todas las iglesias cristianas del mundo se darían la mano y brindarían con mucho vino, el causante de todo ello, la CIA, el por qué, la Guerra Fría. Con el final de la Segunda Guerra Mundial y las consiguientes bombas atómicas que arrasaron Hiroshima y Nagasaki, Estados Unidos mostró al mundo cuán inalcanzable era su potencial, salvo para la Unión Soviética, que dirigida por Stalin, no creía que el resto de esos mortíferos y devastadores juguetes fuesen a quedarse en casa del "amigo americano" esperando al fin de los días. Así, empezó por ambos bandos una guerra psicológica y propagandística, una partida de ajedrez a gran escala cuyo principal tablero fue Europa, pero que salpicaría a todo el mundo. Había empezado la Guerra Fría.

El motivo del jolgorio vaticano y de los reverendos de la pérfida Albión entre otros no fue otro que, en junio de 1954, a instancias de la CIA y el FBI, para buscar un escudo que distinguiese a los buenos de los malos, a los de más allá del telón de acero del resto del mundo, a los buenos contribuyentes de los malditos comunistas, el Congreso de los Estados Unidos de América amplió el juramento de fidelidad del país con la frase: "Una nación bajo el poder de Dios". El por aquel entonces presidente, Eisenhower, afirmó que tal sentencia servía para incidir en "la trascendencia de la fe religiosa en la herencia y en el futuro de América; de esta forma reforzaremos constantemente aquellas armas espirituales que siempre serán el más poderoso recurso de nuestro país, en la paz y en la guerra". Cuando un presidente coge y añade a la definición de una nación democrática y supuestamente laica el nombre de Dios, y por ello su pueblo le aplaude, que tiemblen los cimientos de la razón.

La cosa por supuesto no se quedó ahí, porque poco después tuvo lugar una misión propia del esperpento más absoluto. Se decidió organizar una partida de 10.000 globos que cruzaran la frontera del telón de acero, portando cada uno la Biblia, de manera que fuesen cayendo aleatoriamente en el terreno de los infieles, a ver si estos, por arte de magia, veían a Dios y saboteaban la Unión Soviética. Seguramente no haya constancia de ello, salvo la memoria de los que vivieron aquel disparate, pero estaría gracioso ver a un pastor de cabras checoslovaco ver caer una Biblia, imagino que incluso escrita en inglés, intentar descifrar esa lengua extranjera tan fea, y acto seguido dárselo de comer a las cabras, o pasar a utilizarlo como sucedáneo de hojas silvestres para limpiar sus necesidades. El asunto se denominó Proyecto Biblias Globo.

Poco después Estados Unidos se cristianizó un poco más si cabe, ya que en 1956 se imprimieron billetes de curso legal en los que se leía el nuevo lema de la nación, el famoso "in God we trust". La religión se alzó tanto como única verdad que abrazar frente al comunismo, que el presidente Truman llegó a sentenciar: "No debemos confundirnos acerca del tema al que se enfrenta el mundo hoy. Es la tiranía o la libertad...e incluso peor, el comunismo niega la existencia de Dios". Vamos, que la realidad mundial era o la luz que representaba el mundo americano, o la tiniebla comunista. Y el que diga que no... ¡comunista!

La religión, como queda demostrado, está muy ligada a todo el establishment, a la propaganda política del conservadurismo, para que no cambien las cosas, y por desgracia sigue ligada a la vida política. Ejemplos como este son los que hacen a uno preguntarse si un Estado de Derecho tiene que cobijar estas prácticas maquiavélicas, con el pretexto del sobrevivir, del nosotros o ellos. Como aquello del espionaje masivo que tanto se dice ahora, que si Obama nos puede ver el facebook cuando le dé la gana, escuchar una conversación Calasparra-Sebastopol o tu tía sabe qué. Aunque este hombre también va a legalizar a los inmigrantes irregulares y ha intentado, con poco éxito, hacer una sanidad pública y universal, dicho lo cual, viajaremos en el tiempo hasta los años 50 con el vídeo que os dejo, que en los años 50 se emitía en todos los cines para información de los ignorantes espectadores ¿Responde Barack Obama al perfil siguiente?


Referencias:

-La CIA y la guerra fría cultural, de Frances Stonor Saunders, Editorial Debate.
-La propaganda anticomunista durante la Guerra Fría, por Javier Bilbao, de JotDown Contemporary Cultural Magazine.

jueves, 6 de marzo de 2014

¿Es usted del Barça o del Madrid?

Por Almaciguero Mayor


Cuenta el famoso hispanista John H. Elliott, incansable perseguidor del victimismo que muchas veces está ligado al nacionalismo catalán, que en su primera toma de contacto con la cultura catalana, allá por la lejana década de los 50, descubrió una sociedad fuertemente reprimida por la censura en los usos de la lengua o símbolos como la senyera. Su bautismo en la comprensión de que esa gente tenía unas señas de identidad diferentes quedó patente cuando un día, su amigo y también historiador Ferran Soldevila, le cantó la canción de Els segadors, himno catalán, que lógicamente había sido prohibida por Franco. Ver y escuchar a este hombre transmitiendo su sentimiento a la vez que las lágrimas le caían por el rostro hizo a Elliott entender lo que significaba la ausencia de libertad por vez primera. La visión de Soldevila de la Historia de Cataluña era, por tanto, muy romántica y con la denuncia de la opresión por bandera. Otro historiador, más joven que Soldevila, el muy conocido Jaume Vicens Vives, se propuso revisar la Historia catalana desde un punto de vista más objetivo, aun siendo nacionalista, dejando las ideologías preconcebidas de que España oprime históricamente al pueblo catalán, algo que le granjeó la enemistad de varios de sus colegas. El contraste de estos dos hombres es el cuento de nunca acabar, el del que es del Barça o del Madrid.

Algo que no diferencia en absoluto a los españoles de los catalanes, es el afán de ambos por llevar razón, por defender hasta las últimas consecuencias las ideas que uno tiene o que a uno le han inculcado, que viene a ser lo mismo. Es decir, si yo pienso que en Ucrania los que se han sublevado son una turba de fachas golpistas y Putin viene a salvar las almas de los pobres súbditos que le reclaman, pues es así y punto. Quien se atreva a pensar que los que han echado al presidente son gente que ha tenido valor para luchar por su país pagando incluso con su vida por ello, es un ilustre ignorante, otro más a quien cazar o convencer de que está equivocado y que la razón es sólo mía. Sin término medio, cargarse la opinión del otro, sin tomar prisioneros, a sangre y fuego. Si así somos con temas que nos pillan a unos cuantos miles de kilómetros y sobre aquella tierra que hace poco más de dos décadas era aquello tan exótico como maligno llamado Unión Soviética, imagínense cómo "defienden" unos y otros su postura ante el problema que hay en Cataluña.

Porque ya está bien de demagogia barata, lo que está pasando en Cataluña es un problema, se mire por donde se mire. En una región, cuando el president Artur Mas convoca estratégicamente (porque su gobierno iba de capa caída) elecciones anticipadas, considerándolas como un plebiscito para que si la gente quiere un referendum por la independencia vote a partidos nacionalistas y como resultado CiU y Esquerra Republicana obtienen una amplia mayoría de la cámara de representantes, es que en esa región bastante gente que quiere que algo cambie. Pero si encima en la diada de 2013 salen a la calle más de un millón de catalanes, de los siete que tiene la comunidad, a manifestarse por la independencia, indudablemente se llega a la conclusión de que algo está pasando en Cataluña, a pesar de que algunos se empeñen en el enorme protagonismo de la "mayoría silenciosa", gente que no se manifiesta ni a favor ni en contra, en la que todo el mundo por lo visto tiene su carné del Partido Popular. Siendo serios, las urnas y la calle dicen que la gente quiere la independencia. Las demagogias no tienen cabida.

Hablando de tales prácticas, cómo no hablar de las barbaridades que dijo en campaña el mismísimo president Mas, con aquello de "Espanya ens roba" ("España nos roba") para enaltecer al populacho, y que llevan usándose unos 300 años. Que no digo yo que no roben, si no que se lo pregunten a cualquier contribuyente medio, pero de Algeciras o de Lugo, de cualquier sitio. Pero hacer campaña con esa polaridad es algo bastante infantil. Igual que acudir constantemente a consultar la Historia con según qué intereses, por ejemplo con el famoso simposio (algo así como un congreso histórico lleno de señores de traje y corbata que dicen cosas muy solemnes y tajantes) organizado por la Generalitat y titulado "España contra Cataluña: una mirada histórica". Algo con una objetividad que ni el programa de la Ana Pastor, vaya. Eso sí, los historiadores que participaran aquí, espero que estuvieran bien subvencionados, que su espada tuviese buen precio, porque a estas alturas que gente con estudios, cátedras y demás acceda a defender estos disparates porque todo vale en la defensa de la causa y de la patria me parece una aberración impresentable. Qué llorón es el victimismo y cuánta gente se lo traga.

Pero si nos vamos al otro bando, las cosas no se quedan cortas, porque la cantidad de basura histórica que nos han vomitado y por supuesto siguen haciéndolo día sí día también acerca de Cataluña es acojonante, sobre todo de la derecha de este país, hábitos que tienen siglos. Un ejemplo del desconocimiento que se tiene a veces de las cosas es cuando en el siglo XVIII se acuñó el dicho popular "el labriego catalán, de las peñas saca pan", debido a que la gente no podía entender que las tierras catalanas fueran más fértiles que las suyas. Esta inocente anécdota yo creo que puede explicar una de las mayores mentiras que se venden, aquello de la nación española que nació hace 500 años (por no mencionar algunas tonterías que hablan de la gran unidad que había en la España visigótica), cuando Isabel y Fernando toman Granada en 1492. Esto es algo absurdo, porque en una nación como tal, además de que la soberanía parte de los ciudadanos y no de Dios, se tiene una representación de todos los ciudadanos en un sitio común, y unas leyes fundamentales iguales para todos. Lo cual lógicamente no se daba en la supuesta nación española de los Reyes Católicos, pero tampoco de los Austrias ni los Borbones, sino que se concibió a partir de 1812 con la Pepa.

Si nos fijamos ahora en la actitud de los políticos catalanes que quieren la consulta a cualquier precio, como ya he dicho, se centran en un discurso bastante partidista que distingue entre buenos y malos, los que están a este lado del paraíso o en el infierno. Y si alguien está en medio pues pasa automáticamente a ser un reaccionario de sus ideales, un enemigo. Todo sea por el fin de la ansiada libertad, a cualquier precio. También está la opción (estos son la minoría del CUP) de, sin preguntar a Valencia y Baleares qué les parece, tirarse a la piscina con esa idea tan utópica como irrealizable de los Països Catalans, escudándose en que las tres regiones comparten la misma lengua. Que esa es otra historia, porque por desgracia hay algunos desaprensivos que toman la lengua catalana como elemento divisor entre buenos y malos, en vez de ser conscientes de la suerte que tienen de conocer dos idiomas por el hecho de haber nacido en Cataluña. Porque el problema de algunos radica en que defienden que la independencia daría las libertades que su lengua no tiene ahora, amén de mayores posibilidades en el fomento y difusión de la misma, lo cual es un discurso que para el franquismo iba bien, pero que ahora no tiene mucho sentido. Como ejemplo véase el camino que ha tomado Irlanda en sus cerca de 100 años independientes. Cuando estaban sometidos al yugo inglés utilizaban el gaélico para afirmarse en su identidad y libertad, pero una vez fueron libres, que alguien me diga quién habla hoy ese idioma tan raro. Con esto no quiero decir que en Cataluña vaya a pasar esto, nada más lejos de la realidad, pero sí creo que no va a variar mucho la evolución del catalán tanto si consiguen la independencia como si mantienen el vínculo actual (u otro) con el Estado español.

En el resto de España, aparte de bombardearnos con noticias de que los catalanes son el mal, con gente tan mediática como Jiménez Los Santos o Esperanza Aguirre, la cruda realidad es que desde el gobierno se pasa olímpicamente del tema, algo bastante verosímil teniendo en cuenta el grado de implicación que tiene Mariano Rajoy y su cuadrilla con los problemas nacionales. Como siempre, el PP se presenta como un adalid de la democracia, un garante de la seguridad de todos, cerrando filas sus miembros al grito de: "un referendum es ilegal". Por supuesto, la Constitución de 1978, ese pacto de Estado que empieza a quedar obsoleto, es inquebrantable y nunca jamás se cambiará. Una política que hasta hace poco el PSOE compartía, pero claro, tanto tiempo sin levantar cabeza hace encender a sus líderes la bombilla, y se les ocurre la idea de que ahora hay que cambiar la Constitución para hacer un Estado federal. Así como si con eso el problema, no solo el catalán, sino todos los de España, se fueran a solucionar. Preocupante es que la "nueva" ideología del partido socialista sea la de dividir,  formar pequeños Estados, más independientes todavía que las autonomías, para que, tal y como somos los españoles, aquí barra cada uno para su casa y si te he visto no me acuerdo. 

Otro aspecto fundamental de este tema es los motivos reales del asunto: los catalanes pueden reivindicar lo que les dé la gana por los motivos que quieran, pero el resto de España, aparte de los motivos económicos, ¿tiene alguna razón para criticar que esa gente quiera irse de aquí? ¿Hay alguna razón de peso para la no independencia? Porque yo creo que ahí sí que no tiene nada que hacer alguien con dos dedos de frente, y lo demuestran día a día los políticos. Es lo de la Constitución: ¿Por qué no se puede? - Porque lo dice la Constitución. - ¿pero por qué no? - Porque lo pone aquí... y así hasta nunca acabar. Yo, como no soy de allí, no puedo entender lo que es tener esa idea de nación en común ni me voy a meter en eso. Pero como tampoco comparto esto del "juntos podemos", la "marca España" y tantas gilipolleces que llevamos aguantando, tampoco me creo esto de la nación española. Al fin y al cabo, los países son ideas que nos imaginamos los que vivimos en un territorio común con el objetivo de arrimar el hombro para no morirnos de hambre, o simplemente porque los de las tierras de al lado nos caen mal. Eso en principio, otros lo usan para llenarse los bolsillos.

Por tanto, ni comparto la ideología nacionalista, porque me parece de un egoísmo canalla, aunque sí reconozco el valor de su cultura e identidad diferentes, pero tampoco creo en la gran nación española inseparable, aunque supongo que habrá que alegrarse de ser de aquí, por lo menos porque gente digna de admirar como Buñuel y Quevedo hayan existido y nacido en España. Vamos, que soy un imbécil en tierra de nadie, y como tal unos dirán que soy anticatalanista y otros antiespañol. Del Madrid o del Barça. Equipos tan laureados que tienen el derecho a evadir al fisco lo que les venga en gana, por cierto. Si se expropiase a estos gigantes financieros igual se hablaría menos de nacionalismos y más de igualdad en este país. Aunque al pueblo nos quitaran nuestro insustituible opio.

jueves, 20 de febrero de 2014

Jugando al tute con Alfonso X

Por Almaciguero Mayor


El pasado es el hábitat natural de los juegos de mesa. Recuerdo que en mi tierna infancia jugaba con mis familiares a juegos como el Cluedo y el Risk durante las largas tardes de domingo en las que cualquier excusa era buena para que la abuela se escandalizase porque sus nietos sucumbiesen a gastar tiempo en el placer más inmediato mientras que estando lejos de misa sus almas iban acercándose al diablo. Pero lo mejor fue el descubrimiento de las damas, un juego sugerente, ágil, que no tardabas en dominar, consiguiendo orgullosas victorias contra gente mayor que tú que se dejaba sorprender por un crío que un lustro atrás todavía gateaba. Aunque el gozo supremo llegó con el ajedrez, donde aun siendo todo lineal, había infinitas combinaciones, y ahí el adulto más inocente te daba para el pelo, produciéndote frustración y a la vez inquietud, amén de ganas de seguir jugando, de seguir aprendiendo. Las cartas eran algo menor, pero igualmente servían para esquivar un rato más el aburrimiento.

Yo no sé si yo era un crío extraño (todas las papeletas apuntan a que sí) por frecuentar el ajedrez, pero hoy día todo esto que forma parte de mis inicios en la vida no es algo que se vea por ahí, todo gracias a las majaderías de la tecnología, los videojuegos y la telebasura, que no dejan respirar a las mentes vírgenes (y no tanto) del mundo. Pero alejándonos de este lamento, hagamos un viaje a la Edad Media, esa época en la que la gente vivía muy mal y necesitaba distracciones por doquier para olvidar que el señor feudal de turno ha ejercido el sacro Derecho de Pernada sobre tu hija o los vikingos han incendiado tus cosechas y te han dejado con la preocupación de si sobrevivirás o no al siguiente invierno.

Si ahora situamos la lupa histórica en la geografía de la Península Ibérica, tenemos una amalgama de reinos que estaban guerreándose año sí y año también para ganar un palmo de terreno al vecino, para hacerse con el castillo de turno y sus ricas despensas o simplemente para que tus caballeros juramentados no desertaran por falta de acción o fe. En este mundo tan puñetero, el que fue el mayor representante de la cultura medieval ibérica, Alfonso X el Sabio, impulsor de la Escuela de Traductores de Toledo, también mandó redactar el libro Ajedrez, dados y tablas, en el que recogía los juegos más populares tanto para la nobleza más acaudalada como para el campesino más mugriento y desamparado.

La época medieval, por mucho que digan algunos, no era una época de color negro situada entre el mundo romano y el del Renacimiento, y sobre todo, no eran los mil años sin ningún avance que se nos vende tan a menudo. La Edad Media fue una mala época, en la que se perdió parte de la cultura que se había realizado en el Imperio Romano por el descontrol de saqueos e incendios que supuso la caída de éste, pero en ningún caso un pozo sin fondo de incultura, de hecho surgieron varias escuelas de poesía y un puñado de universidades en el siglo XIII. Del mismo modo que los musulmanes no eran tan refinados, cultos y respetuosos con sus enemigos ni los cristianos sucios, ignorantes y sanguinarios, sino que ambos eran guiados por religiones que les llevaban de cabeza a absurdas guerras santas, la Edad Media no fue tan mala a nivel cultural. Así que teniendo en cuenta estos agentes, es de recibo que surgiera un rey como Alfonso X para potenciar juegos de mesa que ejercitaban la inteligencia como el ajedrez, así como los diversos pasatiempos de su tiempo.

Nos habla el rey Sabio de "las ventajas de estos juegos que se facen seyendo, frente los que se hacen cabalgando o a pie, porque todos pueden practicarlos, hombres y mujeres, viejos y flacos, libres y cautivos, en la tierra o en el mar, de noche o de día, con buen o mal tiempo". Es decir, que equipara las bondades de los juegos de mesa a los deportes físicos como las justas o las luchas de espada, de hecho, incluso afirma que son mejores por ser universales, practicables por todo hijo de vecino.

El Libro del Ajedrez es el principal tratado de los contenidos en la obra, ya que es el juego por excelencia, en el que prima el intelecto por encima de la aletoriedad de los dados o las cartas. El tablero estará formado por 64 casillas, de las que 16 casillas por bando estarán ocupadas por sendos ejércitos, que a modo de los reales, los compondrán los sacrificados peones, que son como los soldados rasos, con gran limitación de movimientos, el rey, que igual que en la batalla debe ir paso a paso ganándole terreno al enemigo, el alferzza (viene de alférez) que es la actual reina, aunque con menor libertad de movimiento, los alfiles que inicialmente eran elefantes (fil significa elefante), los caballos, capaces de moverse a diestra y a siniestra con una elegante L y las roques, que son las torres que utilizamos hoy (de ahí viene el término enroque).

El códice incluye también una serie de juegos departidos (un total de 103), en los que se conoce el número de jugadas para alcanzar el final de la partida, es decir, pornografía dura para los estudiosos del ajedrez. Más tarde, en la etapa final del siglo XV, la pieza del alferzza pasa a ser la dama poderosa o reina, una figura con un poder mucho mayor al rey, tal como la conocemos en la actualidad. Se cree que esta modalidad surgió en España por el papel que ejerció Isabel la católica en su reinado, en el que, aunque se dijera aquello de "tanto monta, monta tanto", sí que es cierto que las principales reformas y decisiones que tuvieron lugar a finales del siglo, como la expulsión de los judíos, la conquista de Granada, la expedición de Colón o la instauración de la Inquisición, fueron todos planes de Isabel. El juego modernizado con esta potente figura llegó a Europa de la mano de Carlos V y su plana mayor que se pasaron buena parte de su vida guerreando por el continente.

Si nos centramos en el juego de dados, en el libro, este es contrapuesto al ajedrez, pues mientras que el último es el juego que practican reyes, nobles y eclesiásticos, los dados solo pertenecen a los más ruines de entre los hombres, a quienes quieren lucrarse cual viles rufianes del dinero ajeno, sólo por un golpe de suerte. Por ello las llamadas tahuerías, casas donde se organizaban partidas de dados, son a menudo prohibidas, pues constituyen un germen de enfrentamientos que alteran el orden público así como la ruina del más ilustre caballero.

Juego de las tablas astronómicas
Mientras que el juego de dados lo deja todo al azar y el ajedrez al intelecto, tenemos el que, según Alfonso X, mezclaba ambos aspectos, los juegos de tablas o juegos de tablas astronómicas, una suerte de backgammon primitivo en el que jugaban siete individuos, cada uno representando un planeta y sus fichas el color correspondiente (por ejemplo, Marte-rojo). Se juega con dados de siete caras, cada jugador dispone de siete fichas de su color apiladas sobre el eje central en su zona de salida en el lado izquierdo y estas fichas se mueven en el sentido de las agujas del reloj. Las fichas avanzan del mismo modo que se avanza en el backgammon, pero el punto de comienzo de los otros jugadores se omite al contar cuando está ocupado por más de una ficha. El objetivo es capturar las fichas del oponente sin que las propias sean capturadas.

También aparece un clásico, el juego de las damas, que si bien se pensaba que provenía de Francia, resultó ser como la figura de la reina en ajedrez, que provenía de la patria hispana. El nombre proviene de la función inicial del juego, es decir, entretener a las damas del castillo entre costura y costura o banquete y banquete mientras los maridos estaban jugando con alguna ramera o desfallecidos por el jabalí recién comido. Pero el juego adquirió un grado superior de emoción cuando algún desaprensivo se inventó picarescamente el soplo y la llegada de una dama a la meta, que añadía un interés inesperado a las partidas y que mandó a más de una cortesana al confesionario por desear el mal ajeno a su adversaria.

Finalmente tenemos el juego de naipes, otro de los juegos malévolos, como los dados, que no se conciben sin apostarse unos maravedíes, lo que llevó a su natural prohibición. Cuentan que el inventor de este enser indispensable en la estantería (o bolsillo) de todo español fue un tal Nicolás Pepín, de ahí que sus iniciales N.P., marcadas en una baraja, hicieran que las cartas fueran llamadas naipes. Desde Quevedo, pasando por Tirso de Molina, hasta Góngora (a quien las cartas propiciaron la desgracia) los años de la picaresca española estuvieron bañados de contagiosa malicia y nuestras gentes desarrollaron inmejorablemente el arte del engaño y la estafa. Qué genialidad esta de las cartas, en las que cualquier don nadie ha sido un maestro, y no conformándose con eso han sido ilustres protagonistas de uno de los mejores finales de la historia del cine. El de Paco Rabal jugando al tute con su prima Viridiana.


Referencias:

- Los juegos de mesa en la Edad Media, por Ángel Luis Molina Molina.
- Gafapastas en la Edad Media, por Javier Bilbao, de JotDown.
- Juegos medievales, de Almogávares de Europa.

miércoles, 29 de enero de 2014

Naumaquias, el hundir la flota de los emperadores romanos

Por Almaciguero Mayor


La cultura romana no era un asunto baladí. Entre los múltiples avances que les tenemos que agradecer se encuentran los acueductos, los puentes, el alcantarillado, el vino, las esclavas, la paz... Y no nos pongamos a insultar con malos desesos de fornicies pescatiles como en La vida de Brian, porque esta civilización consiguió armar la primera Unión Europea, de un modo férreo sin necesidad de recurrir a los mercados y esos aparatos capitalistas. Los romanos subyugaban al vecino de turno con la ley del pase por la piedra para seguir con la del látigo y los jugosos beneficios que éste traía. Aunque muchos de los esclavos obtenidos se utilizaban para la minería, el campo o como  meros sustitutos de bueyes, un selecto grupo eran, por llamarlos de algún modo, "privilegiados". Tenían el "honor" de poder servir al mismísimo emperador arrancándole los higadillos al enemigo: eran los conocidos gladiadores.

Todos tenemos una idea bastante aproximada de lo que era un gladiador en los tiempos de la Roma Imperial. Ni más ni menos que un mozalbete musculoso, armado con una gladius o espada corta más escudo pequeño, o bien con un tridente y red, es decir, la gente que hemos visto mil veces y con más o menos fortuna llevados al cine. Por poner dos ejemplos en condiciones, ahí tenemos al Russell Crowe de Gladiator o al Kirk Douglas de Espartaco. Y casi más conocida que la indumentaria de estos individuos es la frase en latín "Ave, Caesar, morituri te salutant". Es decir, "Ave, César, los que van a morir te saludan". Esta tradicional frase lapidaria del latin, prima hermana del Veni, vidi Vinci o el Alea Jacta Est no es más que eso, una tradición oral que los siglos le han impuesto a estos aguerridos luchadores, y que no corresponde exactamente a estos combatientes, sino a los partícipes de los grandilocuentes y terribles espectáculos que fueron las naumaquias.

Vista aérea de una naumaquia en Roma.
Una naumaquia era un combate naval organizado en un coliseo o recinto que pudiese albergar una gran piscina requerida para la exigencia del evento (lugar que también recibía el nombre de naumaquia). Surgen como broche de oro a la política que llevaban los emperadores romanos, y antes los senadores republicanos, de regalar al pueblo espectáculos frenéticos como las carreras de cuádrigas, desternillantes y obscenos como el teatro, o violentos como los combates de gladiadores. Era el concepto de opio del pueblo llevado a su máximo exponente, con barcos involucrados si no del mismo tamaño que los reales, bastante similares. Así, unos cuantos, y a veces decenas de birremes, trirremes y cuatrirremes (galeras con dos, tres y hasta cuatro hileras de remeros, respectivamente) se enfrentaban en las enormes piscinas que se creaban para la ocasión, convirtiéndose incluso en espectáculos culturales, pues las batallas que se representaban eran a veces ejemplos reales como la batalla de Salamina del 480 a.C. en la que los griegos dieron para el pelo a los persas, que tuvieron que renunciar a la conquista de Grecia durante la Segunda Guerra Médica (la podremos ver en la película 300: El origen de un imperio).

La primera naumaquia se atribuye, cómo no, al que fue el principal artífice del Imperio Romano, Cayo Julio César, quien en el año 46 a.C. , para celebrar su triunfo sobre la Galia y Egipto decidió construir en el Campo de Marte un lago artificial, en el que dispuso 1000 combatientes y 2000 remeros en cada flota, la inmensa mayoría reclutados de los prisioneros de guerra obtenidos en sus conquistas. Tal fue la expectación, que mucha gente tuvo que dormir en la calle y algunos murieron aplastados por la aglomeración, que no quería quedarse fuera del acontecimiento de sus vidas.

En el año 40 a.C. tuvo lugar la única naumaquia realizada en el mar. Fue en el Estrecho de Messina, realizada por el hijo menor de Pompeyo, Sexto, que tras haber vencido en batalla a Octavio, el ahijado de un Julio César ya muerto, obligó a participar a todos los prisioneros de la reciente batalla a combatir entre sí, consiguiendo así minar la ya de por sí maltrecha moral de los soldados de Octavio. Más tarde, siendo éste ya el archiconocido emperador Augusto, construyó la primera naumaquia estable en el año 2 d.C., cerca de los jardines de César, con una superficie de un par de campos de fútbol, alimentada por un caudal diario de 24000 metros cúbicos. En su inauguración fue cuando se representó la anteriormente mencionada Batalla de Salamina, para la que se utilizaron 3000 combatientes sin contar los remeros.

Naumaquia en plena refriega.
Pero la más grande de las naumaquias fue sin duda la organizada por el emperador Claudio, amante de lo exótico, en el año 52 d.C., que reunió a 50 navíos por bando, a un lado Sicilia y al otro Rodas, con un total de 19000 efectivos armados hasta los dientes y dispuestos a vender caro su pellejo. Si bien las anteriores a ésta se centraron más en el simple choque de barcos y la sangría correspondiente a los abordajes, en la naumaquia de Claudio hubo bastante más capacidad de maniobra de los navíos, por lo que seguramente sería la que más se asemejó a una batalla de verdad.

Con Nerón se introducen las naumaquias en anfiteatros, es decir, que ahora podían tener lugar espectáculos combinados. Si en el año 57 se inauguró un anfiteatro de madera realizado para este fin, en el 64, tras una venatio (espectáculo de lucha entre animales), se introdujo en el escenario una gran cantidad de agua para representar una naumaquia, y acto seguido se continuó con peleas de gladiadores, una minibatalla de ejércitos y como punto final un gran banquete. Las naumaquias eran ya un evento común, y como tal, es de recibo preguntarse cuándo empezaron a representarse en el Coliseo de Roma. Fue el emperador Tito, con quien se finalizó la gran obra iniciada por Vespasiano, quien representó dos naumaquias, con el combate entre corintios y feacios, que puso en liza a 3000 combatientes en las aguas del Coliseo. A pesar de ello, las naumaquias empezaron a no ser tan del interés del público, ya que no podían ser tan grandiosas como las anteriores, pues la superficie inundable del Coliseo era limitada. Poco después de las naumaquias de Tito se puso en marcha la construcción de las habitaciones de servicio que hay justo debajo de la arena, y que son visitables actualmente. Este hecho imposibilitó que se pudiera inundar de nuevo el Coliseo, y por tanto, realizarse en él nuevas naumaquias.

De este modo llegamos al final de este curioso espectáculo que, como tantos otros servía para saciar tanto la sed de sangre como el ansia de ver cosas insólitas para el común de los mortales. Pero como el ser humano no se cansa de las cosas que le gusta, monarcas o emperadores de grandes ambiciones hicieron este tipo de espectáculos para ganarse al pueblo, por ejemplo Enrique II de Francia en 1550 (el de "París bien vale una misa") o el mismísimo Napoleón en Milán para regalarse un pequeño homenaje marca de la casa. El supuesto sustituto de este evento sería en la actualidad... ¿el fútbol? No lo sé, pero bien que estaría que se organizara una naumaquia de estas con los periodistas de debate que aparecen en la sexta noche, en intereconomía o 13 tv y los políticos a los que defienden despedazándose en aguas infestadas de cocodrilos sedientos de sangre. Porque un deporte así bien merecería nuestra mirada hacia otro lado en temas de corrupción. Sería un acto plenamente justificado.

miércoles, 15 de enero de 2014

Cuando el hombre llamó guerra al exterminio de aves campestres

Por Almaciguero Mayor


La cultura australiana es un tanto especial. Tengamos en cuenta que es un país cuya existencia inicial se debió a su uso como cárcel inmensa, es decir, una isla continente que el Imperio Británico instauró como destino de la peor chusma que infestaba sus prisiones. Así, violadores, asesinos, bandidos sanguinarios, irlandeses y demás indeseables a ojos del rey de Inglaterra fueron enviados en un largo viaje al exótico destino de la fauna cangura y dinga. Esto ocurrió durante finales del siglo XVIII y la primera mitad del XIX, es decir, cuando los británicos estaban en el apogeo de su poderío, hasta que sobre 1840 se prohibió el tráfico de convictos por tierras australianas, que pasaron a ser los pobladores de la nueva Australia.

Y cómo somos los occidentales que cada vez que nos asentamos en un sitio, o queremos hacerlo, si los ocupantes del mismo son de una raza extraña que no habla nuestro idioma, pues les sacamos los ojos y nos comemos a sus hijos. No vaya a ser que se queden con el oro imaginario que hay en esas fértiles tierras. De este modo, y más o menos a la par que los gloriosos Estados Unidos de América, se produjo el genocidio de los aborígenes australianos, que si bien no fueron tan exterminados como los indios americanos, muchos precisamente no quedaron para contar a sus nietos cómo llegaron unos señores de habla extraña, provenientes de más allá de los mares y a lo Julio César, vieron (proclamando a los cuatro vientos esta tierra es mía) y vencieron.

A propósito de exterminar razas, pasemos al intento de hacer lo propio, pero no en humanos, que tuvieron los australianos sobre unas molestas aves llamadas emúes, algo así como una avestruz más pequeña a las que igual que a sus colegas de evolución, se les prohibió la capacidad de volar, pero a cambio adquirieron una velocidad en carrera difícil de igualar.

Un emú dispuesto a comerse a tus hijos.
En 1918, tras la Primera Guerra Mundial, miles de soldados australianos regresaron de Europa, y con el objetivo de dar un poco de paz y estabilidad a sus vidas, se les otorgaron tierras en la poco poblada Australia Occidental. Allí encontraron la prosperidad cambiando los fusiles por azadas, las bayonetas por hoces y los caballos de guerra por otros que arasen sus nuevos dominios con los que labrarse un futuro como granjeros y agricultores. Sin embargo, los canallas de Wall Street que hicieron vivir el mundo durante 10 años en una feliz ficción económica, sepultaron parte de sus esperanzas, pues con el crack de 1929 la crisis mundial se desató y cortó el flujo inversor que permitía a los agricultores disfrutar de cierta holgura. El gobierno prometió subsidios inmediatos, por lo que en un intento de salvar las cosechas los agricultores invirtieron todo lo que tenían en intentar que los cultivos fueran más prósperos. Pero por desgracia las ansiadas subvenciones nunca llegaron, y además, la gran inversión anterior ocasionó una superproducción de cereales que hizo que el precio de los cereales cultivados disminuyese, por lo que tras unos años, los agricultores se encontraban notablemente empobrecidos. Por si fuera poco, en 1932 llegaron a estas tierras unos 20000 emúes fruto de la migración, dispuestas a comerse a toda pastilla toda cosecha que se les pusiera por delante.

Fue entonces cuando los granjeros reclamaron al Gobierno el despliegue de ametralladoras para acabar con todos los bichos que pudieran a la mayor celeridad, como si fuera aquello la batalla del Somme, pero con un enemigo que al primer disparo saldría corriendo por patas en dirección contraria. El primer ministro aceptó la petición, a cambio de que las armas proporcionadas fueran empleadas por personal militar que el país enviaría, a cambio de que su avituallamiento corriera a cargo de los habitantes de la zona afectados por las perniciosas aves. A principios de noviembre comenzó la campaña, que sería conocida como la Guerra del Emú.

Héroes australianos en plena refriega.
La situación era, como poco, absurda, pues, básicamente, tras una primera batida con las ametralladoras para despejar los campos, cuando los emúes penetraron en los bosques eran difíciles de acertar. Corrían a una velocidad endiablada, a lo que se une que al oír el primer disparo se dispersaban y no eran, como esperaban los oficiales australianos, una bandada conjunta de pajarracos dispuestos a morir al primer envite. Además los emúes aguantaban bastante los disparos, no bastaba una bala para matarlos en el acto. Tras una semana de "contienda", se contabilizaron entre 50 y 300 aves muertas por casi 3000 balas utilizadas por los soldados, unas cifras bastante sonrojantes. Pero tras un mes cazando, se dio por concluida la batida, con un recuento total de unas 1000 víctimas mortales en el bando emú, por la lógica cifra de 0 australianos muertos, quienes, eso sí, gastaron unas 10000 municiones para alcanzar tan épica gesta, o sea, unas 10 balas por emú. Unos 3000 emúes más perecieron a causa de sus heridas. No obstante, el Gobierno australiano reconoció que tan pírrica "victoria" no fue tal, sino que lo manifestó como una derrota vergonzosa de su ejército.

Como anécdota bastante significativa, en mitad de la esperpéntica guerra, el oficial al mando de los australianos, el mayor Meredith, en un ridículo intento de justificar que sus hombres no podían acabar con los emúes, pronunció: "Si tuviésemos una fuerza militar con la capacidad de absorber munición de estas aves, podría enfrentarse a cualquier ejército del mundo. Afrontan las ametralladoras con la invulnerabilidad de un tanque, son como los Zulús, ni siquiera las balas expansivas pueden pararlas". Eventos como éstos sacan a la luz lo burros que podemos ser los humanos, pero si se piensa en frío, australianos y americanos se pasaron por la piedra a todos los indígenas que pudieron a la hora de colonizar sus países, por lo que, ¿qué les impide hacer tragar plomo a unas aves de mirada maligna que invaden sus tierras? Y lo más importante, porque los soldados al fin y al cabo sólo reciben órdenes, ¿han sido y son los altos mandos militares ejemplos de valor, sentido de la justicia o cordura? Con ejemplos así, la respuesta dista de ser afirmativa.

Referencias:

martes, 24 de diciembre de 2013

Tal día como hoy (una Navidad histórica)


Por Almaciguero Mayor


El rey Juan Carlos, el ministro de Exteriores Margallo y un emprendedor indio te desean Feliz Navidad


Son tiempos cada vez más aciagos. En la política, convertida en una profesión que requiere de las más deleznables prácticas para llegar a ser alguien, y por supuesto con el objetivo de trincar algo del pastel a costa del ya de por sí jodido contribuyente, es imposible gobernar, pues se está sometido a los poderes económicos, como el Banco Santander o Endesa, amén de las directrices de la Merkel, que sirve a estos corsarios del ciudadano de a pie. Lógico es, por tanto, que el Gobierno, o sea, el PP, apruebe reformas para contentar a la derecha, como la ley de Seguridad Ciudadana, que como bien dice Javier Marías, nos pone debajo de los caballos de los grises otra vez, la ley del aborto, con un lógico retroceso de 30 años o la ley Wert, dispuesta a meter nuevos tarifazos a las desangradas familias.

Con este panorama tan halagüeño, llegamos a unas nuevas navidades, en las que seguramente los telediarios mirarán para otro lado y nos enseñarán consecuentemente a niños muy felices destapando sus regalos, y a los señores de El Corte Inglés y grandes superficies respirando porque, aunque sus empresas estén con el agua al cuello, por lo menos aquí les viene un ingreso cuantioso, lo cual les servirá para iniciar otra vez la campaña navideña, aproximadamente, a mediados de agosto. Pero para mí, como la Navidad, salvo una excusa para beber como los cosacos tras saquear una aldea polaca y pasar un rato con la familia, es un día como otro cualquiera, os traigo hoy unos cuantos hechos notorios acontecidos este día, protagonizados por gente a la que bien poco les importó que fuera el nacimiento del niño Jesús.

Washington cruza el río Delaware.
Una de las obras que más asociamos a la Historia de Estados Unidos es el cuadro (imagen de la derecha) en el que se ve al general Washington cruzando el río Delaware en un bote manejado por sus heroicos pero desmoralizados hombres. Nos situamos en el marco de la Guerra de la Independencia de las trece colonias, año 1776, y sólo unos meses después de que fuera firmada la Declaración de Independencia. La guerra que llevaban a cabo los milicianos norteamericanos era sobre todo una guerra de guerrillas, es decir, atacar las líneas de suministros británicas o conquistar en acciones rápidas fuertes estratégicos para desestabilizar el frente. No obstante, el comandante Washington no dirigía estas operaciones, sino que estaba formando un ejército profesional para poder combatir de tú a tú a la pérfida Albión. El cuadro representa el cruce temerario que realizó Washington con sus tropas, en lo que fue un temerario ataque contra las tropas inglesas situadas al otro lado del río, que no lo esperaban, ya que el general estaba acorralado.

Pero si retrocedemos unos 700 años, llegamos a la Navidad de 1066, día clave en el devenir de la Historia de Inglaterra, pues fue coronado como rey el conquistador Guillermo de Normandía tras derrotar al ejército inglés en la batalla de Hastings, que supuso la supremacía de la caballería frente a la infantería en campo abierto. 9 años tras la batalla tardó Guillermo en someter a toda Inglaterra hasta ostentar el poder absoluto, incluidos los escoceses, a los que derrotó y sometió a vasallaje. Pero sin duda alguna la mayor aportación de Guillermo a la sociedad inglesa fue la imposición del feudalismo, que situaba a los nobles como los únicos dueños de las tierras y de los que moraban en ella, obligando a satisfacer sus designios como si de perros se tratara.

El presidente Andrew Johnson.
Volviendo a Estados Unidos, la Navidad también fue un día importante tras la terrible Guerra de Secesión entre el Norte y Sur. En diciembre de 1865 Abraham Lincoln fue asesinado, como bien es sabido, en el teatro Ford de Washington, en un complot que pretendía derrocar al gobierno de la Unión, acabando también con las vidas del vicepresidente Andrew Johnson y el secretario de Estado William H. Seward, pero la jugada salió mal, y al día siguiente Andrew Johnson se convirtió en el decimoséptimo presidente de Estados Unidos. Su caso es curioso, pues era de los pocos sureños que se oponían a la guerra, y el único político del Sur que mantuvo su puesto como senador tras el inicio de las hostilidades. Una vez llegó a presidente, luchó por conseguir que al Sur no se le imponiesen las duras condiciones que exigían los republicanos, lo cual fue consumado en una amnistía que anunció en la Navidad de 1865, donde se rubricó la unión entre Norte y Sur a cambio de reconocer la abolición de la esclavitud y el perdón de las deudas que tuvieran antes de la guerra con los Estados del Norte.

Pero donde la Navidad adquiere una importancia más que notoria es en nuestra Historia más contemporánea, por la época en la que las Repúblicas socialistas de la Unión Soviética se fueron al garete y el Muro de Berlín cayó. Primeramente, nos situamos en la Revolución rumana de 1989. El caso de Rumanía es el de un estado socialista que, aun ampliamente influenciado por la URSS (pero independiente), llevaba una política internacional paralela, y una política interior que no había cambiado prácticamente desde los tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Aún así, el control sobre la población era equiparable al soviético, por lo que es lógico pensar que cuando la gente se hartó de la falta de libertad y la pobreza, se lanzaron a las calles pidiendo la cabeza del líder rumano, Nicolae Ceaucescu. Y a ciencia cierta que la consiguieron, pues tras pillarlos a él y a su mujer huyendo de Bucarest, se les realizó un juicio rápido acusándolos de genocidio, enriquecimiento ilícito y demás, siendo ambos condenados al paredón. El día de Navidad de 1989 fueron fusilados.

Boris Yeltsin (pelo blanco y en la parte izquierda).
Hablando de la Unión Soviética y similares, imposible no mencionar al que fue su último y catastrófico líder (para la causa soviética, claro está), Mijaíl Gorbachov, que también tiene una especial relación con la Navidad. Accediendo al poder en 1985, su mandato intentó occidentalizar la Unión, con políticas económicas liberalizantes, que sólo sirvieron para precipitar su caída. En 1988 otorgó una mayor libertad ciudadana, con la creación de un nuevo sistema, con un presidente ejecutivo y Congreso de diputados del Pueblo. En 1989 hubo elecciones y Gorbachov fue elegido con amplia mayoría presidente ejecutivo, con la noticia de que Boris Yeltsin fue elegido representante del Congreso en Moscú, el cual traería más de un quebradero de cabeza para Gorbachov. En marzo se convocó un referéndum en el que el 78% de los votantes optaron por la continuidad de la Unión Soviética. En agosto el ejército y el Partido Comunista intentaron un golpe de Estado para recuperar el control del país, pero fue rechazado por el clamor popular y la intervención del ya presidente de la federación rusa, el anteriormente mencionado Boris Yeltsin., que bien puesto de vodka, se subió a un tanque a enaltecer a las masas. El supuesto demócrata, en noviembre, tan sólo unos meses después de que la población optase por el "sí" a la continuidad, se reunió en secreto con los líderes de Ucrania y Bielorrusia, que en el Tratado de Belevosh acordaron el final de la Unión Soviética. Viva la democracia. Finalmente el 25 de diciembre de 1991, tras la renuncia de Gorbachov, se oficializó la disolución de la URSS.

Y hasta el día de hoy, estos momentos, tan definitivos, unos más que otros, para nuestra Historia, han ido haciendo que en su época lo único interesante no fuera ver o festejar que te había tocado la lotería, sino hablar de la situación geopolítica, pero como siempre pasa en España, no en forma de amena discusión, sino para pisotear a tu oponente dialéctico y reventar sus ideales, a condición de la supervicencia de los tuyos, que siempre son los verdaderos. Por cierto, ya que estamos reivindicando hechos navideños notorios, estaría bien que durante el día de hoy, en el año 2013, el rey se arrepienta de la sarta de mentiras que nos escupió anoche hacia las 21 horas, y hoy abdicase. Por aquello de que sus últimos años de vida, a pesar de todo lo robado y una vida que azarosamente le ha puesto en el privilegio, por lo menos pudiese mirarse en el espejo con un mínimo de dignidad. Eso sí, lo de encontrar un rey honrado buceando en esto de los siglos pasados, es, si acaso, misión harto imposible.

Pero esa es otra historia.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Julián Grimau, el verdadero símbolo (para mal) de la Transición


Días son estos de homenajear aquello que tanto quieren algunos (o muchos), ese conjunto de papel que supuestamente garantiza el derecho a una vivienda digna, al trabajo y a una remuneración dentro de lo que marca la lógica, o sea, para mantenerte a tí y a los tuyos. No me estoy refiriendo al Evangelio según San Mateo, sino a la Constitución, el gran engaño de nuestra Historia Contemporánea, en el que todos los partidos (salvo los predecesores de los que ahora tanto la defienden tal y como está) se dieron la manita. A cambio de salvaguardar un escaño/sueldo que te cagas de por vida, a costa del contribuyente, claro está. Lo mejor de todo es que ahora hablan PP y PSOE de reformarla, a hurtadillas, ya lo del consenso con el resto ni se plantea. Objetivo, el mismo que hace 35 años: pillar cacho, y no de carne precisamente, sino de billetes lilas. Pero centrándonos en la Transición, una de las barbaries que venían en el pack constituyente era olvidar todo lo acontecido durante el franquismo y la Guerra Civil, como si no hubiera ocurrido. Un caso notorio, por su cercanía, fue mirar para otro lado en la polémica condena a muerte del comunista Julián Grimau en 1963.

Grimau fue un líder comunista, que ingresó en el PCE al poco de estallar la Guerra Civil, cuyo papel en la misma no está muy claro, salvo que fue nombrado policía del partido, y por tanto, se dedicaría a encerrar a todos los enemigos trotskistas del POUM (el partido comunista antiestalinista, es decir, antiPCE), pues pasó la guerra en Barcelona, donde se produjo la pugna entre comunistas. Más tarde tuvo que exiliarse, si no quería caer en manos de Franco. En 1954 se convirtió en uno de los líderes del PCE en el exilio, y en 1959 tuvo que venir a España a codirigir el partido, sustituyendo al encarcelado Simón Sánchez Montero. Ni que decir queda que su papel era clandestino, al estar el partido comunista ilegalizado, y sus miembros, en busca y captura por el régimen.

En noviembre de 1962 Grimau fue delatado por su contacto, Francisco Lara, en un autobús en el que viajaban sólo él y dos agentes gubernamentales de incógnito, que lo detuvieron y trasladaron inmediatamente a la Dirección General de la Puerta del Sol, desde cuyo segundo piso, durante el interrogatorio, fue defenestrado, con las lesiones en muñecas y cráneo consecuentes de tal caída. Así se las gastaban los esbirros de Franco cuando la situación lo "exigía", y por supuesto, el más tarde fundador del democratiquísimo partido Alianza Popular, Manuel Fraga, ministro de Información y Turismo en la época, declaró que el preso "se había tirado por la ventana inexplicablemente", no que los suyos lo tirasen, hartos de torturar.

Tras tales humillaciones, a Grimau se le imputó no su militancia clandestina en el PCE, que le hubiera acarreado una buena época en el trullo, sino que se buscó cualquier pretexto sobre su pasado, que el Gobierno no tenía muy claro, para poder fusilarlo y dar ejemplo a los malditos comunistas de que si seguían echándoles pulsos a Franco, se iban a enterar de lo que valía un peine. Así que fue acusado por su trabajo policial durante la Guerra Civil, actividad que era calificada como rebelión militar, y con la que se encausó y ajustició a unos cuantos centenares del bando republicano tras la guerra. Pero al haber pasado más de 25 años de este ejercicio, el delito había prescrito, por lo que tenían que probar que se trataba de un delito continuado, así que se acogieron a la supuesta participación de Grimau en una checa (centro de detención político soviético) en Barcelona, en la plaza de Berenguer el Grande.

Y llegamos al juicio sumarísimo, que se celebró el 18 de abril de 1963, con irregularidades por doquier. Los testigos que presentó el régimen no eran tal, sino que tan sólo conocían los supuestos crímenes de oídas, y no sólo eso, sino, como un año más tarde se demostró, el fiscal que llevaba el caso, Manuel Fernández Martín, ni siquiera tenía el título de Derecho, pertenecía a esta casta de gente que decía: "en la guerra se quemaron mis títulos". El abogado defensor (este otro sí con los papeles en regla) fracasó en su intento de ejercer dignamente, pues el juicio estaba visto para sentencia desde que cogieron a Grimau, nadie le iba a librar de la sentencia de muerte.

El proceso fue seguido desde el extranjero, visto con lógicos ojos de sospecha por la opinión pública internacional, que lo calificó de farsa. Desde el extranjero se pidió la conmutación de esa condena de muerte por una pena de prisión, llegando a Madrid unos 800.000 telegramas pidiendo clemencia para Grimau, entre ellos de el Papa, Aldo Moro, Nikita Kruschev y JFK, entre otros. Para tranquilizar a las masas Manuel Fraga dedicó una campaña publicitaria al asunto, con unos folletos explicativos de los crímenes de Grimau y defendiendo la labor del gobierno que representaba. La opinión de Franco, cómo no, es que lo que se decía en el extranjero no era más que "una conspiración masónico-izquierdista con la clase política".

El Consejo de Ministros se reunió el día siguiente del juicio, el 19 de abril, para sopesar si había o no que ajusticiar a Grimau. De los 17 ministros, todos votaron a favor de la ejecución del reo, aunque dos de ellos, Fernando Castiella, de exteriores, y Vicente Fernández Bascarán, de Gobernación en funciones aquel día, se opusieron en un principio, pues consideraban que las relaciones internacionales de España con el amigo americano y demás podían verse seriamente afectadas. 

Finalmente, en la madrugada del 20 de abril fue mandado al paredón. Tanto la Guardia Civil, que debía realizar el fusilamiento, como el capitán general de Madrid, se negaron a que militares de carrera integraran el pelotón de fusilamiento. Entonces Franco ordenó que lo formaran jóvenes reclutas de reemplazo y sin experiencia, que a la orden dispararon 27 balazos, sin conseguir acabar con la vida de Julián Grimau. El teniente que les mandaba tuvo que rematar al reo herido de dos disparos en la cabeza. Así falleció la última víctima franquista por la Guerra Civil.

Lo curioso y también escabroso del asunto, es lo que, poco más de una década después, la modélica Transición hizo con la memoria de Julián Grimau. Normal hubiese sido, aunque fuese por respeto y decencia, haber encausado a todos los malnacidos que se cepillaron a él y tantos otros, entre ellos, por supuesto, a Manuel Fraga, que luego tanto se las daba de demócrata, pero encarnaba a la España rancia, intolerante y católica. Pero no sólo le voy a meter un hachazo a Fraga y a los franquistas, porque si miramos qué hizo el PCE, en qué términos aceptó lo de entrar en la regla del juego democrático y de la "libertad", su líder Santiago Carrillo, agachó la cabeza, y como (casi) todos en este país, decidió olvidar todo lo que había ocurrido antes del año 1975, lógicamente porque si alguien se pone a investigar crímenes de guerra y tal, igual le cae una condena a él. 

Y luego, como cuentan por ahí, los políticos de hace 40 años eran tíos de primera, con las ideas claras, y se podían tomar tranquilamente cafés en el congreso, no como ahora, lo cual es de las tonterías más grandes que servidor ha oido/leído por ahí, porque los de ahora hacen lo mismo. ¿Qué es lo que ocurre? Que han pasado los años y esta gente, en vez de tener las manos manchadas de sangre, las tiene ansiosas de meter la mano en la caja, o de pisar al de al lado aunque sea más válido que él, no sea que le quite el puesto y las suculentas dietas. Vamos, que se han profesionalizado, y esto es lo que pasa cuando todos pensaron que con la Constitución de 1978 y el referéndum que la apoyó, todo estaba hecho, que ya no se podía progresar más. Y por eso tenemos los políticos que nos merecemos hoy en día, que rescatan bancos y no a la gente deshauciada, que van con la Selección Española de fútbol para abanderarla como la panacea nacional, que nos roban en la cara y no lo admiten ni lo admitirán, que se dejan gobernar por Europa y que se echan la foto con las víctimas de ETA mientras que cuando salen las de la Guerra Civil sólo les falta reírse. Que, como bien dice Julio Anguita, se están pasando por la piedra esa Constitución que les legitima, día tras día.

Por Almaciguero Mayor

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